Nadie merece el rechazo, la discriminación y la xenofobia, mucho menos los habitantes de un país que hoy huyen del hambre y la miseria, que ayer recibieron con brazos abiertos, recursos y oportunidades a los miles que tocaron a sus puertas, sin pedirles pasaporte, ni papeles.
22 agosto 2018
“Si por lo menos hiciera menos frío…” en eso pensaba Jesús Omar, mientras se desplazaba hacia el norte de Bogotá, montado en un Transmilenio, para encontrarse con la Sra. Eugenia —que viaja pronto a Caracas— y enviar unas cositas a su mamá por intermedio de ella. Jesús Omar tiene ya ocho meses viviendo en Bogotá se vino con Gabriel y Jose Ignacio, los tres con pasaporte colombiano. Gabriel ya había estado antes en Colombia, vivió en Barranquilla y había ido a Venezuela pasar las Navidades con su familia. Jesús Omar y Gabriel estudiaron mecánica automotriz en un Tecnológico Superior, a José Ignacio lo conocía desde bachillerato donde habían estudiado juntos y eran muy buenos amigos; los tres habían planificado este viaje a Bogotá, se irían a vivir juntos y probarían suerte en Colombia, ciertamente la tuvieron; a las dos semanas, Jesús Omar y Gabriel había conseguido trabajo en un taller mecánico, por el centro de la ciudad, en uno de los tantos talleres en donde habían estado repartiendo sus currículos; Jose Ignacio, Técnico Superior en Mercadeo, había conseguido trabajo en una tienda, vendiendo ropa. Viven juntos en Ciudad Kennedy, hacia el sur de la ciudad y aunque tardan todos los días una hora en llegar a su trabajo, les está yendo bien. Todo ha salido como lo habían planificado; se habían ido con sus ahorros y unos dólares que el señor de la casa donde trabajaba su mamá y su padrino le habían regalado; con ese dinero pudieron establecerse en Bogotá y buscar trabajo con cierta calma.
Jesús Omar, Gabriel y Jose Ignacio no pasaron las penurias de muchos de sus compatriotas venezolanos que han cruzado las fronteras de Colombia, de Perú, de Ecuador, de Chile, de Argentina o se han ido a vivir a Estados Unidos o Europa, incluso Australia o los Países Nórdicos o del Medio Oriente, en búsqueda de una mejor vida.
Todos los días la prensa nos trae noticias de los éxitos y penurias de los venezolanos en el exterior. Los venezolanos no éramos un pueblo que migraba, éramos un pueblo que recibía inmigrantes; en nuestro país, concluida la Segunda Guerra Mundial, atraídos por la bonanza petrolera y la riqueza de un país en donde estaba todo por hacer, se establecieron colonias de españoles, de italianos, de portugueses. Chilenos y argentinos vinieron por miles a nuestro país, cuando las dictaduras sanguinarias en el Cono Sur se ensañaron con la población y muchos tuvieron que huir por razones políticas –y muchos más por razones económicas– a buscar trabajo, paz, a buscar donde tener una vida decente. Miles de ecuatorianos y peruanos y millones de colombianos de bajos recursos traspasaron la frontera hacia Venezuela, se establecieron aquí e hicieron una nueva vida y un nuevo futuro; hoy sus hijos y nietos –también de españoles, italianos y portugueses– cruzan la frontera en sentido contrario y tratan de establecerse en el país de origen de sus padres para conseguir allá la vida decente que sus padres y abuelos vinieron a buscar aquí y que ellos ahora no pueden tener en su propia tierra.
Diáspora, inmigrantes, refugiados, exilados, son todos nombres para describir una misma situación, para algunos una misma desgracia. Junto con las noticias diarias de éxitos y penurias, nos llegan también las noticias de episodios de xenofobia en algunos de los países que ahora reciben en masa a inmigrantes o refugiados venezolanos. Esas noticias nos hacen olvidar las razones por las cuales se ha producido este fenómeno, que nadie sabe muy bien en que irá a parar. En menos de 20 años se ha instaurado una dictadura en Venezuela, se ha destruido la industria nacional y la agricultura, se ha entregado a empresas de otros países, en muy malas condiciones, la industria minera; se han deteriorado todos los servicios públicos, ciudades que pasan días enteros sin luz, sin agua potable, sin comunicación telefónica, con un servicio de transporte que se ha reducido a su mínima expresión, el metro de Caracas esta destruido y la población se desplaza en camiones como si fuera ganado; se producen pocos alimentos en el país y se importan menos, caros y de mala calidad, que son pesimamente distribuidos y de manera demagógica y “clientelar”; vemos gente que escarba en la basura para comer y una población que de manera general, pierde peso; no hay medicinas para curar enfermedades básicas, menos aún para otras más complejas y mortales; los servicios de salud públicos están totalmente colapsados y los privados van por el mismo camino, cada día con menos médicos y personal especializado, que en masa se va al exterior; miles de personas se mueren al año a manos del hampa, que acosa impunemente a la población, sobre todo la de menores ingresos. Esas, y no otras, son las causas profundas de la diáspora, la inmigración, el exilio, los refugiados. La población huye del país, del hambre, de la falta de medicinas, de la inseguridad y la muerte.
Pero lo anterior, que nos explica la salida en masa de los venezolanos, no nos explica lo que esta ocurriendo en los países a los cuales arriban los venezolanos. Eso solo nos lo explica el temor de los gobiernos y de muchos de los habitantes de esos países ante los recursos que habrá que dispensar y compartir con un desplazamiento masivo de inmigrantes o refugiados. De nada sirve el consuelo de pensar que a lo mejor nada de esto estaría ocurriendo si esos países y la comunidad internacional que hoy se preocupa de los desplazados y refugiados, se hubiera preocupado antes por lo que estaba ocurriendo en Venezuela y que se venía advirtiendo.
Sea como sea, nadie merece el rechazo, la discriminación y la xenofobia, mucho menos los habitantes de un país que hoy huyen del hambre y la miseria, pero que ayer recibieron con brazos abiertos con recursos y oportunidades a los miles que tocaron a sus puertas y que fueron recibidos, sin pedir pasaportes ni papeles, que los integraron y ayudaron a construir un país próspero como lo fue Venezuela, al mismo tiempo que estos inmigrantes a su vez, con remesas e inversiones, ayudaron a sus familiares en sus países de origen o sobrevivir, a reconstruir sus vidas y, en no pocos casos, sus empresas y ciudades.